Esta historia nos ha encantado:

«Jim», comercial de Nueva York, montó un puesto donde vendía cafés y bollos a los transeúntes que entraban y salían de las oficinas. Durante las hora del desayuno y la comida, siempre tenía largas colas de clientes que esperaban. Advirtió que la espera desmotivaba a muchos clientes, que se marchaban y compraban en otros sitios. Asimismo, se dio cuenta de que, como él solo se encargaba de todo, el mayor obstáculo que le impedía vender más bollos y cafés era la desproporcionada cantidad de tiempo que necesitaba para devolver el cambio a los clientes.

Al final, Jim se limitó a colocar una cestita a un lado del puesto, llena de monedas y billetes de dólar, confiando que los clientes recogieran el cambio ellos mismos. Llegados a este punto, uno puede pensar que, accidentalmente, los clientes contarían mal, o pagarían menos de lo debido, pero lo que descubrió Jim fue justo lo contrario: la mayoría de los clientes reaccionaron siendo totalmente honestos y, a menudo, le dejaban propinas mayores de lo normal. Además, pudo atender a los clientes el doble de rápido porque no tenía que estar devolviendo el cambio.

Igualmente, descubrió que a los clientes les gustaba que confiaran en ellos y volvían otra vez. Al ampliar la confianza de este modo, Jim duplicó sus ingresos sin introducir costes adicionales.

Un ejemplo más de como con un bajo nivel de confianza, se reduce la rapidez y se incrementan los costes. Cuando la confianza es elevada, aumenta la rapidez y se reducen los costes.

Qué importante es muchas veces abrir los ojos y mirar un poco más allá.